Llegas a los 50 años y te ves haciendo las mismas cosas que tu madre y tu padre.
De pequeña viví en una ciudad acomodada del sur del gran Buenos Aires, precisamente en Adrogué, ciudad elegida por Borges. Las casas y casonas que el escritor describe en su obra, dan una idea de las particularidades del lugar. Y en esas particularidades, mis padres, ambos europeos, hacían huerta en el patio trasero y también en el jardín. ¡¡¡ Si sí leíste bien, en el jardín!!! Las rosas, las margaritas, los conejitos y las caléndulas, se mezclaban con las lechugas y los tomates. La mentalidad extranjera y el dolor post guerra, hacían que aprovecharan cada diminuto lugar de la casa. Demás está decirte la vergüenza, sobre todo en mi adolescencia, que sentía cuando compañeros de escuela me visitaban; no podía entender por qué, mientras todo el mundo tenía césped y flores en el jardín, en mi casa había verduras y hortalizas.
La vida, los años y el agradecimiento, hacen que hoy personalmente repita esa historia, pero lo bueno y lo mejor, es que mis hijos no se avergüenzan, si no, todo lo contrario, colaboran en la creación y repiten en sus casas aquel modelo tan práctico y salvador. Y digo salvador, porque no solo salvan lo económico, sino también salvan la salud, tanto física como emocional.
Ir a la huerta cada día, dar gracias y hacer una ceremonia en el momento en que recojo algo para llevar a la mesa, es la mejor herencia que he recibido y que he delegado.
Dijo mi hija, ¨todo el mundo me pregunta cómo hago para tener una huerta tan hermosa, y sólo les respondo, que trato a las plantas como a cualquier ser vivo¨.
Juntarme a comer con mi hijo un domingo y escuchar en un momento el sonido de zapa en la tierra, le recuerda a mi alma que todo está a salvo y por el buen camino.
Si quieres y sueñas un mundo mejor, comienza en tu casa; el ejemplo es lo único que vale.